En los escritos de Brentano,
Sor Ana Catalina Emmerich refirió lo siguiente:
Después de la Muerte, Resurrección y Ascensión de
Nuestro Señor, María vivió algunos años en Jerusalén, tres en Betania y nueve
en Éfeso. En esta última ciudad, la Virgen habitaba sola y con una mujer más
joven que la servía y que iba a buscar los escasos alimentos que necesitaban.
Vivían en el silencio y en una paz profunda. No había hombres en la casa y a
veces algún discípulo que andaba de viaje, venía a visitarla. Ví entrar y salir
frecuentemente a un hombre, que siempre he creído que era San Juan; mas ni en
Jerusalén ni en Efeso demoraba mucho en la vecindad; iba y venía. La Sma. Virgen se hallaba
más silenciosa y ensimismada en los últimos años de su vida; ya casi no tomaba
alimento, parecía que solo su cuerpo estaba en la Tierra y que su Espíritu se
hallaba en otra parte. Desde la Ascensión de Jesús todo su ser expresaba un
anhelo siempre creciente y que la consumía más y más. En cierta ocasión Juan y
la Virgen se retiraron al Oratorio, ésta tiró un cordón y el Tabernáculo giró y
se mostró la Cruz; después de haber orado los dos cierto tiempo de rodillas,
Juan se levantó, extrajo de su pecho una caja de metal, la abrió por un lado,
tomó un envoltorio de lana finísima sin teñir y de éste un lienzo blanco
doblado y sacó el Santísimo Sacramento en forma de una partícula blanca
cuadrada. Enseguida pronunció ciertas palabras en tono grave y solemne,
entonces dio la Eucaristía a la Santa Virgen. A alguna distancia detrás de la
casa, en el camino que lleva a la cumbre de la montaña, la Santa Virgen había
dispuesto una especie de Camino de la Cruz o Vía Crucis. Cuando habitaba en
Jerusalén, jamás había cesado de andar la Vía Dolorosa y de
regar con sus lágrimas los sitios donde El había sufrido. Tenía medido paso por
paso todos los intervalos y su amor se alimentaba con la contemplación
incesante de aquella marcha tan penosa. Poco tiempo después de llegar a Efeso
la vi a entregarse diariamente a meditar la Pasión, siguiendo el camino que iba
a la cúspide de la
montaña. Al principio hacía sola esta marcha y según el
número de pasos tantas veces contados por Ella, medía las distancias entre los
diversos lugares en que se había verificado algún especial incidente de la
Pasión del Salvador. En cada uno de los sitios, erigía una piedra o si se
encontraba allí un árbol, hacía en él una señal. El camino conducía a un bosque
donde un montecillo representaba el Calvario, lugar del sacrificio y una
pequeña gruta el Santo Sepulcro. Cuando María hubo dividido en doce Estaciones
el Camino de la Cruz, lo recorrió con su sirvienta sumida en contemplación.
Separaba en cada lugar que recordaba un episodio de la Pasión, meditaba sobre
él, daba gracias al Señor por su amor y la Virgen derramaba lágrimas de
compasión. Después de tres años de residencia en Efeso, María tuvo gran deseo
de volver a Jerusalén ; la
acompañaron Juan y Pedro y creo que muchos apóstoles se
hallaban allí reunidos. A la llegada de María y de los apóstoles en Jerusalén,
los vi que antes de entrar en la ciudad, visitaron el Huerto de los Olivos, el
Monte Calvario, el Santo Sepulcro y todos los Santos Lugares en torno a
Jerusalén. La madre de Dios se hallaba tan enternecida y llena de compasión,
que apenas podía ponerse de pié, Juan y Pedro la conducían sosteniéndola de los
brazos. Pasado algún tiempo, María regresó a su morada de Efeso en compañía de
San Juan. A pesar de su avanzada edad, la Santa Virgen no
manifestaba otras señales de vejez que la expresión del ardiente deseo que la
consumía y la impulsaba en cierto modo a su transfiguración. Tenía una gravedad
inefable, jamás la vi reírse, únicamente sonreírse con cierto aire arrebatador.
Mientras más avanzada en años, su rostro se ponía más blanco y diáfano. Estaba
flaca pero sin arrugas, ni otro signo de decrepitud, había llegado a ser un
puro Espíritu. Por último llegó para la Madre de Jesús, la hora de abandonar
este mundo y unirse a su Divino Hijo. En su alcoba encortinada de blanco, la vi
tendida sobre una cama baja y estrecha; su cabeza reposaba sobre un cojín
redondo. Se hallaba pálida y devorada por un deseo vehemente. Un largo lienzo
cubría su cabeza y todo su cuerpo, y encima había un cobertor de lana obscura.
Pasado algún tiempo, vi también mucha tristeza e inquietud en casa de la Santa Virgen. La
sirvienta estaba en extremo afligida, se arrodillaba con frecuencia en diversos
lugares de la casa y oraba con los brazos extendidos y sus ojos inundados de
lágrimas. La Santa Virgen
reposaba tranquila en su camastro, parecía ya llegado el momento de su muerte.
Estaba envuelta en un vestido de noche y su velo se hallaba recogido en cuadro
sobre su frente, solo lo bajaba sobre su rostro cuando hablaba con los hombres.
Nada le vi tomar en los últimos días, sino de tiempo en tiempo una cucharada de
un jugo que la sirvienta exprimía de ciertas frutas amarillas dispuestas en
racimos. Cuando la Virgen conoció que se acercaba la hora, quiso conforme a la
Voluntad de Dios, bendecir a los que se hallaban presentes y despedirse de
ellos. Su dormitorio estaba descubierto y Ella se sentó en la cama, su rostro
se mostraba blanco, resplandeciente y como enteramente iluminado. Todos los
amigos asistentes se hallaban en la parte anterior de la sala. Primero
entraron los Apóstoles, se aproximaron uno en pos del otro al dormitorio de
María y se arrodillaron junto a su cama. Ella bendijo a cada uno de ellos,
cruzando las manos sobre sus cabezas y tocándoles ligeramente las frentes. A
todos habló e hizo cuanto Jesús le hubo ordenado. Ella habló a Juan de las
disposiciones que debería de tomar para su sepultura, y le encargó que diese
sus vestidos a su sirvienta y a otra mujer pobre que solía venir a servirla.
Tras de los Apóstoles, se acercaron los discípulos al lecho de María y
recibieron de ésta su bendición, lo mismo hicieron las mujeres. Vi que una de
ellas se inclinó sobre María y que la Virgen la abrazó. Los Apóstoles
habían formado un altar en el Oratorio que estaba cerca del lecho de Santa
Virgen. La sirvienta había traído una mesa cubierta de blanco y de rojo, sobre
la cual brillaban lámparas y cirios encendidos. María, pálida y silenciosa,
miraba fijamente el cielo, a nadie hablaba y parecía arrobada en éxtasis. Estaba
iluminada por el deseo, yo también me sentí impelida de aquel anhelo que la
sacaba de sí. ¡Ah! Mi corazón quería volar a Dios juntamente con el de Ella.
Pedro se acercó a Ella y le administró la Extremaunción, poco mas o menos como
se hace en el presente, enseguida le presentó el Santísimo Sacramento. La Madre
de Dios se enderezó para recibirlo y después cayó sobre su almohada. Los
Apóstoles oraron por algún tiempo, María se volvió a enderezar y recibió la
sangre del Cáliz que le presentó Juan. En el momento en que la Virgen recibió la Sagrada Eucaristía,
vi que una luz resplandeciente entraba en Ella y que la sumergía en éxtasis
profundo. El rostro de María estaba fresco y risueño como en su edad florida.
Sus ojos llenos de alegría miraban al Cielo. Entonces vi un cuadro conmovedor;
el techo de la alcoba de María había desaparecido y a través del cielo abierto,
vi la
Jerusalén Celestial. De allí bajaban dos nubes brillantes en
la que se veían innumerables ángeles, entre los cuales llegaban hasta la Sma. Virgen una vía
luminosa. La Santa Virgen
extendió los brazos hacia ella con un deseo inmenso, y su cuerpo elevado en el
aire, se mecía sobre la cama de manera que se divisaba espacio entre el cuerpo
y el lecho. Desde María vi algo como una montaña esplendorosa elevarse hasta la Jerusalén Celestial;
creo que era su Alma porque vi más claro entonces una figura brillante
infinitamente pura que salía de su cuerpo y se elevaba por la Vía Luminosa que iba
hasta el Cielo. Los dos coros de ángeles que estaban en las nubes, se reunieron
más abajo de su Alma y la separaron de su cuerpo, el cual en el momento de la
separación, cayó sobre la cama con los brazos cruzados sobre el pecho. Mis
abiertos ojos que seguían el Alma purísima e inmaculada de María, la vieron entrar
en la Jerusalén
Celestial y llegar al Trono de la Santísima Trinidad. Vi
un gran número de almas entre las cuales reconocí a los Santos Joaquín y Ana,
José, Isabel, Zacarías y Juan Bautista venir al encuentro de María con un
júbilo respetuoso. Ella tomó su vuelo al través de ellos hasta el Trono de Dios
y de su Hijo, quien haciendo brillar sobre todo lo demás la Luz que salía de
sus llagas, la recibió con un Amor todo Divino, la presentó como un cetro y le
mostró la Tierra bajo sus pies como si confiriese sobre Ella algún Poder
Celestial. Así la vi entrar en la Gloria y olvidé todo lo que pasaba en torno
de María sobre la
Tierra. Después de ésta visión, cuando miré otra vez a la
Tierra, vi resplandeciente el cuerpo de la Sma. Virgen. Reposaba
sobre el lecho, con el rostro luminoso, los ojos cerrados y los brazos cruzados
sobre su pecho. Los Apóstoles, discípulos y santas mujeres, estaban
arrodillados y oraban en derredor del cuerpo. Después vi que las santas mujeres
extendieron un lienzo sobre el Santo Cuerpo y los Apóstoles con los discípulos
se retiraron en la parte anterior de la casa. Las mujeres se cubrieron con sus vestidos y
sus velos, se sentaron en el suelo y ya arrodilladas o sentadas, cantaban
fúnebres lamentaciones. Los Apóstoles y los discípulos se taparon la cabeza con
la banda de tela que llevaban alrededor del cuello y celebraron un oficio
funerario; dos de ellos oraban siempre alternativamente a la cabeza y a los
pies del Santo Cuerpo. Luego las mujeres quitaron de la cama el Santo Cuerpo con
todos sus vestidos y lo pusieron en una larga canasta llena de gruesas
coberturas y de esteras, de suerte que estaba como levantado sobre la canasta. Entonces
dos de ellas pusieron un gran paño extendido sobre el cuerpo y otras dos la
desnudaron bajo el lienzo, dejándole solo su larga túnica de lana. Cortaron
también los bellos bucles de los cabellos de la Santa Virgen y los
conservaron como recuerdo. Enseguida el santo Cuerpo fue revestido de un nuevo
ropaje abierto y después por medio de lienzos puestos debajo, fue depositado
respetuosamente sobre una mesa y sobre la cual se habían colocado ya los paños
mortuorios y las bandas que se debían de usar. Envolvieron entonces el Santo
Cuerpo con los lienzos desde los tobillos hasta el pecho y lo apretaron fuertemente
con las fajas. La cabeza, las manos y los pies, no fueron envueltos de esa
manera; enseguida depositaron el Cuerpo Santo en el ataúd y lo colocaron sobre
el pecho una Corona de flores blancas, encarnadas y celestes como emblema de su
Virginidad. Entonces los Apóstoles, los discípulos y todos los asistentes,
entraron para ver otra vez antes de ser cubierto el Santo Rostro que les era
tan amado. Se arrodillaron y lloraron alrededor del Santo Cuerpo,, todos
tocaron las manos atadas de Nuestra Madre Maria como para despedirse y se
retiraron. Las mujeres le dieron también los últimos adioses, le cubrieron el
rostro, pusieron la tapa en el ataúd y le clavaron fajas de tela gris en el
centro y en las extremidades. Enseguida colocaron el ataúd en unas andas, Pedro
y Juan lo condujeron en hombros fuera de la casa. Creo que se
relevaban sucesivamente, porque más tarde vi que el féretro era llevado por
seis Apóstoles. Llegados a la sepultura, pusieron el Santo Cuerpo en tierra y
cuatro de ellos, lo llevaron a la caverna y lo depositaron en la excavación que
debía de servirle de lecho sepulcral. Todos los asistentes entraron allí uno
por uno, esparcieron aromas y flores en contorno, se arrodillaron orando y
vertiendo lágrimas y luego se retiraron. Por la noche muchos Apóstoles y santas
mujeres, oraban y cantaban cánticos en el jardincito delante de la tumba. Entonces me
fue mostrado un cuadro maravillosamente conmovedor: Vi que una muy ancha vía
luminosa bajaba del cielo hacia el sepulcro y que allí se movía un resplandor
formado de tres esferas llenas de ángeles y de almas bienaventuradas que
rodeaban a Nuestro Señor y el Alma resplandeciente de María. La figura de
Jesucristo con sus rayos que salían de sus cicatrices, ondeaban delante de la Virgen. En torno del
Alma de María, vi en la esfera interior, pequeñas figuras de niños, en la
segunda, había niños como de seis años y en la tercera exterior, adolescentes o
jóvenes; no vi distintamente más que sus rostros; todo lo demás se me presentó
como figuras luminosas resplandecientes. Cuando ésta visión que se me hacía
cada vez más y más distinta hubo llegado a la tumba, vi una vía luminosa que se
extendía desde allí hasta la Jerusalén Celestial.
Entonces el Alma de la Santísima Virgen
que seguía a Jesús, descendió a la tumba a través de la roca y luego uniéndose
a su Cuerpo que se había transfigurado, clara y brillante se elevó María
acompañado de su Divino Hijo y el coro de los Espíritus Bienaventurados hacia la Celestial Jerusalén. Toda
esa Luz se perdió allí, ya no vi sobre la Tierra más que la bóveda silenciosa
del estrellado Cielo. Como
Santo Tomás no llegó a tiempo a despedirse de la Madre y tampoco pudo asistir
al Santo Entierro; él tenía en su mente y corazón, llegar a tiempo. Pero al
enterarse del desenlace por medio de los demás Apóstoles, él se puso triste y
lloroso y se lamentaba no haber llegado a tiempo. El, interiormente tenía el
deseo vehemente de verla por última vez y así se los hizo saber a los demás. Ya
habían pasado varios días de lo del entierro; todos querían volver al Sepulcro
y acceder a la petición de Tomás. Tomaron una resolución y al día siguiente muy
de mañana, emprendieron el camino al Sepulcro de Nuestra Santa Madre. Estando
enfrente del Sepulcro, quitaron la piedra-sello de la entrada y ¡Oh! Maravilla
de Maravillas, de la bóveda salía un suave aroma de perfume de Rosas frescas;
todos al sentir ese perfume, se sintieron conmovidos y perplejos; se miraron
unos a otros preguntándose en silencio, con la mirada y con señas en las manos:
“¿Entramos?” y aún mirándose entre ellos, todos asintieron con la cabeza y
traspasando la bóveda, entraron al Santo Sepulcro hacia el sitio donde
depositaron el ataúd que contenía el Cuerpo Santísimo de la Virgen María y más
enorme fue la emoción y sorpresa entre ellos al ver que en el sitio solo habían
Rosas frescas, fragantes y olorosas y significaban que el Señor había venido a
buscar a su Santísima Madre para llevarla a su Gloria Celestial y Su Cuerpo no
sufra la corrupción.
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